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EL SÓTANO DE GIOVAMPIETRO

(«La cantina di Giovampietro»)

 

Dario Chioli

  

[traducción de Ricardo R. Laudato, 2002]

 

 

Giovampietro era el carpintero de un pequeño pueblo. No había mucha gente a la que el carpintero prestara sus servicios en ese pueblo, pero él se las arreglaba de todas formas porque era el único carpintero y no tenía muchas pretensiones. Era carpintero desde siempre y habría seguido siéndolo hasta la muerte; y todos sus paisanos, cuando pensaban en un carpintero, pensaban en Giovampietro y todas las mañanas, pasando frente a su casa, lo saludaban: ¡Hola, Giovampietro! ¡Buen día, Giovampietro! Y Giovampietro se sentía complacido.

Poco después, llegó al pueblo otro carpintero que se llamaba Giovampietro, que se estableció al lado de la casa de Giovampietro y que empezó a robarle los clientes a Giovampietro. Como era más rápido, el recién llegado salía a recibir a los clientes antes que el viejo Giovampietro y, como tenía la misma cara, las mismas maneras, las mismas facciones de Giovampietro, ninguno se daba cuenta de que Giovampietro no era Giovampietro. Giovampietro, por su parte, habiendo sido siempre el único carpintero, estaba poco preparado para la competencia: siempre se había movido con calma, sin entusiasmo, con método y sin apuro; por lo que no podía, de repente, renunciar a las propias costumbres. Por desgracia, se quedaba sin clientes; y eso lo fastidiaba profundamente. Entonces, dado que ése era un pueblo de gente práctica, tomó una maza, fue donde Giovampietro, le partió la cabeza, lo arrojó al sótano y cerró la trampilla. Después rompió la pared medianera, haciendo de las dos casas una sola; y todos vieron que Giovampietro había agrandado la propia casa. Y Giovampietro estaba complacido: era otra vez el único carpintero; y a la mañana siguiente había otra vez un solo Giovampietro para saludar. 

Empero, como hasta ese momento Giovampietro no había lastimado siquiera a una mosca, lo invadió un cierto remordimiento y pensó en ir a buscar a Giovampietro para darle, aunque más no fuera, una sepultura menos vergonzosa. Levantó, pues, la trampilla y bajó al sótano; pero Giovampietro no estaba. Se quedó perplejo durante un buen rato; después, como era un hombre simple, decidió no dar importancia al asunto y se encaminó hacia arriba. Pero la trampilla se había cerrado y Giovampietro se quedó adentro. Se quejó, gritó, se desesperó, se debilitó y no pudo hacer más que morirse. 

Luego de un tiempo, la gente del pueblo empezó a preguntarse qué habría sido de Giovampietro. Hicieron muchas congeturas y al final decidieron buscarlo. Lo buscaron por todos lados sin encontrarlo hasta que, por casualidad, uno abrió la trampilla y lo vio muerto allá abajo. Entonces, llamó a los otros; y todos fueron a la casa de Giovampietro y abrieron la trampilla; pero Giovampietro no estaba. Picados por la curiosidad, bajaron al sótano, que era tan inesperadamente vasto que terminó por albergar a todo el pueblo. Buscaron en todos los pasadizos, en los escondites más remotos, pero no dieron con Giovampietro. Entonces decidieron volver arriba; pero la trampilla estaba cerrada. Al principio hicieron bromas sobre el asunto porque qué podía una trampilla contra todo el pueblo. El asunto es que la trampilla permaneció cerrada e intacta contra todas las previsiones. 

Poco tiempo después, los habitantes de los pueblos vecinos se dieron cuenta de que el pueblo de Giovampietro no tenía más habitantes y, naturalmente picados por la curiosidad, empezaron a buscarlos por todas partes. Como no encontraron a ninguno, juzgaron acertado saquear el pueblo proponiéndose, se sobreentiende, devolver todo en caso de que el pueblo volviera a ser el que había sido. Fue justamente en ese delicado momento cuando uno de ellos abrió el sótano de Giovampietro y sintió que subía un hedor nauseabundo. Miró y vio a todo el pueblo en putrefacción. Entonces, agitadísimo, avisó a los otros; y todos corrieron a ver el sótano de Giovampietro. Pero en el sótano de Giovampietro no había nadie. Acto seguido, la docena de pueblitos entró en el sótano de Giovampietro, que era tan amplio que no se veían las paredes, y lo exploraron con cuidado; pero, como no había nada, se abocaron a regresar afuera. Pero la trampilla estaba y permaneció cerrada. 

Luego de un tiempo - tampoco tanto - empezó a preocupar que la mitad entera de una provincia no diese más signos de vida; y, entonces, los habitantes de las provincias vecinas fueron a ver; y, cuando finalmente se esparció la voz de que en el sótano de Giovampietro se encontraban todos los pueblos desaparecidos (aunque demasiado parecidos a necrópolis, a decir verdad), todos acudieron al lugar. Empero, lógicamente, no había nadie. Y todos entraron valientemente. Y ninguno salió. 

Desaparecida la región entera, le tocó preocuparse al estado; y todo el estado, presidente y ministros a la cabeza, corrieron a ver si había alguna cosa de la que sacar provecho; y se allegaron al sótano de Giovampietro y entraron todos porque, a esta altura, el sótano de Giovampietro se revelaba insospechadamente espacioso. Lógicamente, ninguno volvió a salir. 

Habiendo desaparecido un estado, es fácil entender que los otros estados, para nada desdichados, invadieran ese territorio. Pero, sea por curiosidad, sea para defenderse de eventuales desapariciones ulteriores que les concerniesen muy de cerca, quisieron buscar la causa de aquel prodigioso hecho. Así, poco después todos se hicieron presentes en el sótano de Giovampietro y todos entraron ordenadamente preguntándose si quizás no hubiera oro o petróleo o quién sabe qué. Mas, el sótano de Giovampietro era sorprendentemente amplio y estaba sorprendentemente vacío; y la trampilla era excepcionalmente compacta, tanto que ni siquiera un ministro pudo salir. Por un tiempo, la gente se alegró de ver atemorizados a los poderosos y se rió de ellos como nunca antes se había reído, especialmente porque los poderosos, de tanto miedo, se habían olvidado hasta de recurrir a las cárceles y las horcas. Con todo, a un cierto punto, la gente común comenzó a preocuparse luego de que ni siquiera los muchachos más modernos hubieran sido capaces de despedazar la trampilla del sótano de Giovampietro. De todos modos, la trampilla permaneció cerrada.

Viendo que todos los estados y los hombres se habían esfumado en la nada, las bestias se encontraron privadas de actores que interpretaran el papel del imbécil; y preocupadas por la indecorosa situación, se pusieron a buscar seres humanos. Sin lugar a dudas fue una búsqueda difícil; pero al final el hedor de la matanza que emanaba del sótano de Giovampietro atrajo a un chacal. Éste convocó al reino animal y todos entraron en el sótano de Giovampietro. Como era de esperarse, no había nadie; y al chacal se le retorcieron doblemente las vísceras ya por la desilusión, ya porque la trampilla estaba inexorablemente cerrada. 

Las plantas, a su vez, aun con la paciencia que las caracteriza, se encontraron con que tenían que enfrentar el problema de la superpoblación; y, por eso, cansadas de luchas fratricidas, se reunieron en consejo y, muniéndose de unos pies para la ocasión, se fueron a buscar a las bestias: entraron en el sótano de Giovampietro y allí permanecieron aun cuando no tenían ningún deseo de quedarse. 

A esta altura, la Tierra, considerada inanimada, se sintió indudablemente demasiado desnuda y desanimada por lo que decidió buscar a sus antiguos habitantes. Dejó, pues, al Mar como custodio de su puesto y entró en el enorme sótano de Giovampietro. 

Después de varios siglos, el Mar comenzó a bufar más de lo habitual por el aburrimiento y la soledad. Dejó, pues, al Cielo como custodio de su lugar y también él entró en aquel inusitado y poco cabal sótano de Giovampietro. 

Luego de varios billones de años, el Sol comenzó a tener problemas para mantener unido su sistema sin la Tierra, con la Luna que parecía enloquecida al no tener más que dos movimientos que cumplir. Haciéndose seguir de su cortejo de planetas, satélites y asteroides, entró pues también él en el sótano de Giovampietro. No encontrando ni a la Tierra ni al Mar, intentó salir; pero, a pesar de su furia de monarca contrariado, la trampilla del sótano de Giovampietro permaneció cerrada. 

La Via Láctea, a esta altura, se dio cuenta de que sucedía algo anormal y, a pesar de la indiferencia que la caracterizaba, dejó por un instante de mamar de la ubre de la Vaca Celeste, deteniéndose por la curiosidad. Miró, miró y al final vio la trampilla, la abrió y se quedó adentro. 

Horrorizados, la Vaca Celeste y los Terneros Celestes, que ante todo empezaban a tener hambre, se vieron obligados a buscar aquel alimento galáctico desaparecido repentinamente. Vieron la trampilla y entraron. Por consiguiente, entraron todos los rebaños celestes que, como se sabe, son más bien conformistas. El caso es que la trampilla del sótano de Giovampietro vio pasar el cortejo más curioso que ningún ojo de trampilla haya visto jamás. 

En el cielo, al final, quedó solo Maese Universo, con el alma un poco vacía, a decir verdad. Para consolarse, se puso a jugar a la pelota con el sótano de Giovampietro, luego metió la cabeza y, no pudiendo sacarla, se metió adentro completamente. La trampilla se cerró y se durmió puesto que no había nada más que pudiese entrar. Naturalmente, Maese Universo no encontró a nadie en el sótano de Giovampietro y se vio obligado a quedarse allí hasta que se enfermó y murió de aburrimiento. 

Entonces Giovampietro volvió y, usando la maza con la que Giovampietro le había partido la cabeza, se puso a tocar el tambor con el sótano de Giovampietro, danzando con sus pequeños pies por todo el inmenso vacío. Empero, la música no resonaba para nada porque no había nada contra lo que resonar desde el momento en que todos los espacios estaban encerrados en el vientre del sótano de Giovampietro. Giovampietro, harto, se puso a abrir la trampilla para dejar salir las notas; pero la trampilla ya estaba dormida; y no había sonidos para despertarla. Por tanto, Giovampietro se sentó y lloró; y sus lágrimas, no pudiendo salirle de los ojos porque no había espacio, lo ahogaron y lo convirtieron en un Gran Cadáver Celeste que creció y creció, lleno de lágrimas, hasta que explotó dando lugar a miríadas de mundos de lágrimas, cada uno con su Giovampietro, sus Vacas Celestes, su maza, su espacio y su sótano de Giovampietro.

   

 

[16.I.1976]

 

Recibí este cuento en sueños.

Participé con él en la VIII Edición (1992) del Premio Literario Nacional "Una Favola al Castello" resultando primero ex-aequo en la sección literaria.

Quiero expresar aquí a Ricardo mi completo agradecimiento por el cariño puesto en  la traducción y el interés que demostró escogiendo mi texto para su curso sobre la forma del texto.

  

     

 

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